Foto anterior: perfil de la balsa de Lo Montejano. Al fondo, la Sierra del Cristo.
Si ya es difícil sobrevivir en un clima semiárido con precipitaciones en torno a los 250 litros por metro cuadrado anuales concentradas en unos pocos meses, imagina lo que es superar un verano en el que no cae ni una gota y con temperaturas que, frecuentemente, superan los 40 grados.
Esta es la realidad a la que se han enfrentado los campesinos del sureste peninsular durante siglos. Y si bien es cierto que la agricultura se centraba en el cultivo de especies adaptadas a estos ciclos, la ganadería no podría haber subsistido sin la construcción de infraestructuras para la acumulación de agua. Los pastores no siempre disponían de surgencias con la suficiente entidad como para abrevar a un rebaño completo.
La solución a esta situación la encontraron en las balsas que acumulaban agua durante las estaciones mas lluviosas para tenerla disponible durante las mas secas.
Consisten en huecos excavados en suelos margosos (que son impermeables) y en pendiente, hacia los que se conducía el agua mediante motas. Evidentemente, los sedimentos arrastrados iban colmatando el fondo, por lo que, periódicamente, tenían que limpiarse con la ayuda de una trajilla tirada por una mula.
Hace un tiempo encontré, en la web de la Confederación Hidrográfica del Segura, unas fotografías tomadas en el año 1929 por Ruiz de Alda. Todo un documento de lo que era el campo en aquellos años. Al observarlas con detenimiento, veremos una serie de cráteres, que, realmente, son las balsas para abrevar. En esta fotografía, que solo abarca una pequeña zona del territorio existente entre las sierras del Cristo y Pujálvarez, he marcado, en rojo, algunas de las que he conocido. Posiblemente, otras formas circulares que se aprecian sobre el terreno lo sean también, pero no me atrevo a asegurarlo. Las tres primeras, empezando por la derecha, se corresponden con las de Lo Pescetto (sobre la que se construyó hace unos años una balsa de riego), Lo Chumilla (desaparecida en los años 30 o 40) y Lo Montejano, aún existente.
Hasta principio de los años 70 del siglo pasado, fueron un elemento presente en casi todas las fincas. El ganado era imprescindible para la supervivencia, porque la agricultura estaba limitada a las cañadas donde los cultivos podían conservar la humedad de la lluvia, durante más tiempo, Pero las cosechas de cereales, oliva y almendra, no llegaban a cubrir las necesidades de la familia. El resto del territorio, las lomas, se dedicaban al pastoreo que, hasta aquellos mismos años, compartieron con los ganados trashumantes que bajaban desde la Sierra de Albarracín, principalmente.
Foto anterior: Balsa entre las fincas de Los Nietos y Los Ros (ya desaparecida), donde se aprecia el hueco excavado y la mota construida para conducir el agua hasta ella.
Ignoro desde cuando se vienen usando, pero no me parece descabellado pensar en que se puedan remontar a muchos siglos. Esta zona, en concreto, empezó a tener población estable en forma de casas aisladas, a partir del siglo XVIII según diversos estudios, pero el uso humano se remonta a milenios, como confirma el yacimiento del Cabezo Negro de la Edad del Bronce, o el poblado hispano musulmán existente junto al embalse de La Pedrera, e incluso, las pequeñas construcciones repartidas a lo largo de todo este valle y que, por sus cerámicas, se pueden datar también en la Edad Media. Mi propia casa está a menos de 30 metros de una de ellas. Durante todo este tiempo, la ganadería ha sido una actividad primordial y el agua, con pequeñas fluctuaciones, siempre escasa.
El valor patrimonial de las pocas que han sobrevivido, resulta incuestionable. Son testigo excepcional de la adaptación del hombre a este entorno y de una forma de vida desaparecida, con una tradición que, seguramente, se remonta a muchos siglos.
Además de su uso como abrevadero, tuvieron una función ecológica fundamental, al ser aprovechadas por la fauna autóctona. Las aves y mamíferos han soportado mejor la estación seca gracias a ellas, multitud de insectos asociados a humedales se han desarrollado en su entorno, los batracios han hecho sus puestas en ellas y no pocos reptiles, como las culebras, se han alimentado de las ranas y renacuajos que allí se refugiaban.
Conservar este patrimonio sería signo de que vivimos en una sociedad avanzada y culta. Y si se les hiciese un mantenimiento, con un coste ínfimo, seguirían prestando un gran servicio medioambiental.